-¿No hay ningún hombre honesto en este país que pueda recaudar los impuestos sin robar dinero? –se lamentó el sultán. Acto seguido llamó a su consejero más sabio y le explicó el problema.
-Anunciad que buscáis un nuevo recaudador.
-Alteza –dijo el consejero-, dejadme a mí el resto.
Se hizo el anuncio y aquella misma tarde la antecámara del palacio estaba llena de hombres gordos con trajes elegantes, hombres delgados con trajes elegantes y un hombre con un traje vulgar y usado. Los hombres de los trajes elegantes se rieron de él.
-El sultán, por supuesto, no va a seleccionar a un pobre como su recaudador –dijeron todos.
-El sultán os verá a todos en seguida –dijo el consejero-, pero tendréis que pasar de uno en uno por el estrecho corredor que lleva a sus aposentos.
El corredor era oscuro y tuvieron que ir palpando con sus manos para encontrar el camino. Por fin, se reunieron ante el Sultán.
-¿Qué hago ahora? –susurró el sultán.
-Pedid que bailen todos –dijo el hombre sabio.
Al sultán le pareció extraña aquella medida, pero accedió, y todos los hombres empezaron a bailar.
-Nunca en mi vida he visto unos bailarines tan torpes –dijo el sultán-. Parece que tienen pies de plomo.
Sólo el hombre pobre pudo saltar mientras bailaba.
-Este hombre es vuestro nuevo recaudador- dijo el hombre sabio-. Sus bolsillos son los únicos que no están llenos de las monedas y joyas que yo coloqué en el corredor.
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